El hombre sin nombre

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Mon

4 de julio de 2021

Por si en este momento no te apetece leer…

“Déjame que te cuente, que…”

Hace mucho, mucho tiempo, en una aldea cercana a los escarpados Cárpatos, vivía un granjero de cuyo nombre, no puedo acordarme.

El hombre, sin nombre, era un hombre encantador, tenía don de gentes.  Era amable, ayudaba siempre que podía a todo el mundo. Le gustaba gastar bromas, hacer reír a los demás, y siempre mejoraba el ánimo de todos sus vecinos.  Sin duda, aquel hombre, sin nombre,  era un hombre de gran corazón.

Pero no era perfecto, tenía un gran defecto: cuando se enfadaba, no conseguía controlar su ira. Se ponía muyyyy furioso y no era capaz de razonar. Y esto, a pesar de todas sus virtudes, le ocasionaba muchos problemas con los demás, que estaban ya un poco cansados de tener que aguantar sus explosiones de ira.

El hombre sin nombre, quiso solucionar este problema, y como había oído hablar de un hombre sabio que vivía en lo alto de la montaña, se fue hacia allí para pedirle ayuda.

Cuando llegó donde él le contó su problema y el sabio le dijo:

– Puedo ayudarte. Pero para poder hacerlo necesito ver de dónde parte tu ira, para ello  tengo que verte enfadado. Vuelve a tu casa, y en el momento en que te enfades, ven corriendo a verme. 

Al cabo de unos días,  nuestro hombre, sin nombre, se enfadó con su vecino,  y al notar que su ira iba en aumento, en lugar de ponerse a gritar como solía hacer, salió corriendo, montaña arriba, en busca del sabio. Sin embargo, al llegar a la cima, se dio cuenta de que ya no estaba enfadado… ¡Qué desilusión! ¡No podría enseñarle al sabio su ira!

– Oh, gran sabio- le dijo al llegar.  Venía a enseñarte mi ira, pero al llegar aquí, ya se me ha pasado…

– Entiendo. La próxima vez –le dijo el sabio- debes subir más deprisa. Si no veo tu ira, no podré ayudarte.

Así que, el hombre, sin nombre, regresó a su casa un poco triste por no haber podido solucionar su problema.

Días después, volvió a enfadarse, y esta vez pensaba llegar a tiempo. Corrió a toda prisa montaña arriba, tan y tan rápido que sus pies apenas tocaban el suelo. Pero de nuevo, al llegar a la cima, notó que ya no sentía ira.

De nuevo, el hombre sabio, volvió a enviarle a casa e insistió en que no se desanimara, acabarían solucionando el problema. Así que él lo volvió a intentar una, otra y otra vez… Pero siempre ocurría lo mismo.

Cansado de subir la montaña, un día, le dijo al sabio:

– Creo que no puedes ayudarme. Cada vez que vengo, cuando me enfado, llego totalmente sereno. No conseguiré mostrarte mi ira, nunca. Creo que he estado perdiendo el tiempo.

– No lo creas -respondió el hombre sabio-. Ahí tienes la solución a tu problema: cada vez que te sientas furioso, corre. Corre todo lo que puedas hasta que tu ira se aleje.

Y es así, de este modo, que el hombre, sin nombre, por fin lo entendió.

“Y colorín, colorado… los cuentos, nunca son terminados”

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