Marianela y el lobo

Mon

25 de enero de 2021

Por si en este momento no te apetece leer…

“Déjame que te cuente, que hubo una vez…”

Un lobo, solitario y muy orgulloso, que no pertenecía a ninguna manada. Los más ancianos del lugar, en las noches frías de invierno, contaban alrededor de una hoguera, las más increíbles historias sobre él. Marianela escuchaba fascinada y un tanto perpleja, cuando aseveraban que el lobo estaba escondido en el bosque cercano.

La pequeña, que tenía buen corazón y amaba a los animales, cuestionaba las historias que contaban los ancianos y se enfrentaba a los cazadores cuando salían a hacer sus batidas. Se preguntaba qué heridas tendría el lobo para no volver con su familia y vivir en soledad.

Ella era valiente, inteligente y muy curiosa. Había heredado los grandes ojos de su abuela. También era independiente y creativa, tenía mucha personalidad y ¡una gran nariz!, así como sus orejas, herencia de su madre.

Cierto día que salió a recoger moras, se adentró en el bosque siguiendo a una gacela herida.

– ¡No corras! –le gritó. Sólo pretendo ayudarte.

La gacela se detuvo un momento y se volvió, más se oyó un chasquido y la  gacela huyó. La pequeña sorprendida miró a su alrededor, y entonces lo vio. Agazapado entre la maleza, estaba el “famoso” lobo. Nada tenía que ver con el de aquellas historias contadas alrededor del fuego. Eso sí, ¡parecía tener orgullo! El animalito intentaba mantener una postura amenazante y poderosa a pesar de que era obvio que una de sus patas estaba rota.

Marianela, no pudo evitar emocionarse. Con los ojos brillantes y la voz quebrada, susurró:

– Yo puedo ayudarte.

El lobo, al no pertenecer a ninguna manada, no podía identificarse con ninguna y se sentía receloso. Pero la pequeña no se amedrentó. Poco a poco fue acercándose, susurrándole palabras tranquilizadoras. Al llegar a su lado, extendió la mano y le acarició.

– ¿Tienes hambre? –le dijo. Tengo algunas moras en la cesta. Ya sé que no son  tan apetecibles como la gacela, pero es lo que puedo ofrecerte.

Sin esperar respuesta cogió un puñado de moras y se las acercó a la boca. El lobo la miró desafiante, pero las comió. La pequeña le dio otro puñado, y… otro, y… otro…

Poco a poco el lobo se comió todas las moras. Cuando acabó de comérselas todas, le dio las gracias. Se notaba que estaba un tanto avergonzado, pues un gran lobo se alimenta de carne y él no podía cazar, tenía una pata rota, estaba hambriento y tenía frío. La pequeña de nuestro cuento, viéndole temblar, se quitó la capa roja y se la ofreció al lobo.

– Póntela, te quitará el frío mientras esperas. Yo iré a buscar a mi abuela, ella podrá curarte la pata. Te traeré comida.

Y sin esperar respuesta, echó a correr. Eligió un atajo para llegar antes a la aldea. Y como dice el refrán “no hay atajo sin trabajo”, que tuvo que sortear a varios cazadores que había por la zona para que no le hicieran preguntas. Y por fin llegó a casa de su abuela. No sabía por dónde empezar a contar. Le habló del lobo y de cómo le había conocido, y le contó que estaba herido y que necesitaba su ayuda, y le apremió para que corriera a socorrerle. La abuela miró a su nieta con devoción. Se sentía orgullosa de su gran corazón. Así que cogió su maletín de primeros auxilios, diciéndole:

– Hijita, ponte una de mis capas para que no tengas frío, y coge el pollo que está en el horno, se lo llevaremos al lobo.

La pequeña abrazó a su abuela, y poniendo la capa y cogiendo el pollo, se fueron al bosque.

Empezaba a caer el sol cuando llegaron donde estaba el lobo. Una vez hechas las presentaciones, Marianela sacó el pollo y se lo ofreció. Este lo devoró en cuestión de segundos. Todavía se relamía cuando la abuela  terminaba de vendarle la pata.

– Ahora tendrás que tener reposo unos días –dijo la abuela. Puedes alojarte en mi granero, mientras tanto. Cuando te repongas, podrás marchar con tu familia.

El lobo les contó cómo se había roto la pata un día de caza, y cómo se había perdido de su manada. No conocía esos bosques y, herido como estaba, no podía subir montaña arriba a buscarles. Así que aceptó la propuesta de la abuela y agradecido caminó entre ambas moviendo el rabo.

Pasaron los días y, en ese transcurso, Marianela y el lobo se hicieron grandes amigos. La pata ya estaba totalmente curada, así que llegó el momento de decirse adiós. La pequeña quiso acompañarle hasta el bosque. Al despedirse, acarició por última vez la cabeza del lobo y este le miró cariñosamente. Después echó a correr.

Al llegar al cruce de caminos, se paró. Miró a un lado, miró al otro, dudando… y entonces apareció un cazador.

– ¡Eh! Amigo –le dijo el lobo, ¿podrías decirme por dónde tengo que ir para llegar cuanto antes a lo alto de la montaña?

– ¡Claro!. Toma el camino de la derecha, es más corto –dijo el cazador con una ligera sonrisa, mientras acariciaba la culata de su escopeta…

“Y colorín, colorado… los cuentos, nunca son terminados”

Autora: MGG

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